Llegué con bastante antelación al aeropuerto del Prat. No me gusta ir con prisas. Prefiero tomármelo con calma. La salida del vuelo con destino a Kayseri Erkilet estaba prevista para las 10:15 a. m., y la llegada, después de hacer escala en Estambul, era a las 18:15, sin contar con posibles contratiempos. Lo que más me preocupaba era la ruta hasta la casa del homeless. Samuel dijo que tardaría, como mucho, una hora y media.

Como era previsible, me perdí. Estuve cuatro horas dando vueltas por el desierto. Las coordenadas que Samuel me facilitó las introduje mal en el GPS, lo que provocó, aparte de un ataque de ansiedad, un retraso enorme.
El cabronazo de Sam tenía la corazonada de que pasaría esto. Nos conocemos desde hace cinco años y sabe que tengo el sentido de la orientación más o menos por el “recto proceder”. Me despisto incluso saliendo del metro. Si me dicen de subir por una boca, ten por seguro que saldré por la otra y echaré a andar sin mirar a dónde voy. Así que tomó precauciones y le envió un correo electrónico al tipo de Capadocia para que estuviera alerta por si surgía algún contratiempo.
Justo ahora es posible que te preguntes: «¿Un correo de Samuel al homeless?». De momento, tendrás que esperar y seguir leyendo. Esto se pone interesante.
Cuando ya quedaba muy poco para perder la paciencia, divisé, a doscientos metros, una figura plantada en medio de la nada, haciendo señales con una linterna.
—¡Eureka! Lo conseguí —dije mientras aporreaba el salpicadero del Renegade—. Empezaba a estar harto de tanto golpe.
El supuesto homeless me esperaba frente a su «casa», linterna en mano. Cuando me acerqué a él, creí ver a una joven muy guapa que asomaba por detrás. Más tarde averiguaría que era su hija. Estaba acabando los preparativos para que me sintiera como en casa.
—Bienvenido a nuestro humilde hogar. Hace días, Samuel nos adelantó que cabía la posibilidad de que te perdieras. Llevo un buen rato aquí afuera por si aparecías de un momento a otro. ¿Ha ido bien el viaje?, aunque por tu expresión, supongo que no —dijo con una sonrisa—. Por cierto, mi nombre es Jonás y ella es mi hija Sarah.
Permanecí un instante con un pie fuera del jeep y el resto del cuerpo enganchado al asiento de escay, con cara de no haber interpretado bien el comentario de Jonás: «Samuel nos adelantó hace días que…», pero pensé que ya tendría tiempo de pedirle explicaciones. Lo que deseaba desde hacía horas era lavarme un poco y cambiarme de ropa. La que llevaba puesta estaba más cerca de quemarla que de lavarla.
Mientras Sarah me acompañó al interior de la cueva para dejar el equipaje, Jonás iba leyendo el programa que seguiríamos durante mi estancia en Capadocia.
[Jaume]: Anotado en rojo pone que la casa, de humilde, no tenía nada. Más de uno mataría por tener aquella cueva, con una temperatura constante de veinte grados todo el año. Eso sí: de noche, en el exterior, el termómetro caía a diez grados, mientras que de día subía hasta los treinta.
Una vez instalado, Jonás y su hija me invitaron a contemplar una impresionante lluvia de estrellas; un espectáculo único en esa zona del planeta, libre de toda contaminación lumínica.
Yo no sabía nada de Sarah. De hecho, no sabía nada de ambos. ¿Cómo podía ser que dos personas vivieran en medio de ningún sitio? Samuel no me habló de Sarah. Tampoco le pregunté en qué condiciones vivía ese hombre o qué me encontraría al llegar.
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