Jonás tenía la costumbre de levantarse pronto. A las cuatro de la mañana ya estaba dando guerra. Al ser su casa, no me pude quejar.
—Esto es lo que hay —dijo la primera noche—, para que no me pillara con la guardia baja.
Acostumbrado a lidiar con horarios intempestivos en épocas de duro trabajo, no tuve problemas para adaptarme. «No es para toda la vida», pensé con una sonrisa. En doce días, volveré a la rutina de siempre.

Jonás me propuso un día de ayuno. Solo beberíamos té de hierbabuena. Con cierta irritación en mi voz, le pregunté por qué únicamente té. Le advertí que pasaría mucha hambre, que no estaba acostumbrado a estas pruebas de resistencia.
Jonás apuntó, con cierto sarcasmo, que los ayunos intermitentes que se hacían en mi «mundo civilizado» no servían para nada. Estaba convencido de que cumplía el perfil de los que llevan frutos secos o alguna magdalena en los bolsillos. Y no se equivocó.
Continuó diciendo que, después de no haber comido durante cuatro horas, siempre que se hidratara con esta clase de té, el cerebro segregaba una sustancia agradable que engañaba al estómago.
De mi boca salió un improperio que resonó hasta Burgos:
—¡Y una mierda como una olla! —dije con una sonrisa camuflada de cabreo.
Tuve que calmarme porque jugaba en campo contrario.
Jonás tenía programada una visita al macizo de Aladağlar. Sarah, la noche anterior, había preparado las provisiones: té, unas raíces de aspecto dudoso y media docena de nueces para cada uno. El día prometía. El desierto se presentaba imponente, resplandeciente, de una magnitud inimaginable.
Después de la disertación de Jonás, acabé soltando una risita un tanto nerviosa. Al final, no pasaría tanta hambre, como pude apreciar al ver los frutos secos y los tallos de aspecto misterioso. El propósito de Jonás era romper con las tradiciones occidentales sobre la necesidad de comer ante un desafío físico tan extremo. Con este kit, los tres pudimos realizar la excursión sin cansarnos demasiado. Hablo por mí.
Cuando llevábamos unas cuantas horas caminando, pregunté si podíamos parar un rato. Me iba a reventar la vejiga. Jonás me convenció de que ya pararíamos enseguida:
—Solo quedan trescientos metros para alcanzar nuestro destino.
Cuando llegamos, Jonás dijo que pararíamos un rato para tomar un refrigerio. Mientras abría la cantimplora, casi me da un síncope de la impresión. ¿Cómo podía haber tanta nieve acumulada en la cumbre con el calor que hacía allí?
Añadir comentario
Comentarios