Lo prometido es deuda - Hatti

Publicado el 9 de junio de 2025, 18:30

Parece mentira lo que puede cundir un día sin las comodidades de la vida «civilizada». Escribí civilizada entre comillas porque, en la cueva y en el territorio donde nos instalamos unos días —en medio de la nada, en las montañas de Aladağlar—, pensé que me aburriría como una ostra, pero no fue así. Sin móvil, sin portátil, sin noticias, sin contactar con otros humanos, aparte de Jonás y su hija, creí que esos días serían más aburridos que mi viaje a la Toscana con aquel grupo variopinto que conocí a través de María. Quería acostarme con ella, y lo único que conseguí fue que se me borrara la raya del culo con tantos kilómetros sobre la moto.

Image by adem KIZMAZ from Pixabay

Mientras Sarah preparaba el té, yo, con los ojos como platos, alucinaba con todo lo que ocurría a mi alrededor. Jonás era un auténtico mago del escenario: en menos de dos minutos podía montar un buffet libre o un chill-out de la nada. Mientras tanto, Sarah me dijo, orgullosa, que su padre era un tipo casi sobrenatural.

Con mucha calma, mientras tomábamos el té, íbamos masticando los pequeños tallos. Intenté descubrir el sabor, pero no lo podía comparar con nada conocido. Sarah me invitó a cerrar los ojos y dejarme llevar por las sensaciones que me producían aquellas raíces. De repente, sobresaltado, dije en voz alta:

—¡No puede ser! Sabe al pastel de manzana que hacía mi abuela en la casa familiar. ¿Cómo es posible? De eso hace más de treinta años.


Sarah me explicó que esas raíces conectaban con el inconsciente, con la glándula pineal, la zona más recóndita del cerebro, donde se almacenan los recuerdos más entrañables. Yo seguía en estado de
shock. No me lo podía creer, pero era tan cierto como que estábamos en la cima de una montaña nevada, en medio de un desierto abrasador.


La parada duró más de la cuenta. No teníamos prisa. Ni siquiera hambre. Jonás propuso pernoctar cerca de allí. Caminar por el terreno pedregoso, con un manto de estrellas sobre la cabeza, es una oportunidad que pocos pueden experimentar. Mientras avanzábamos en silencio, una voz familiar resonó en mi mente:

—Abre tu mente; sigues anclado en lo tradicional; deja que tus sentidos te guíen.


De nuevo perplejo, reconocí la voz: era la de mi abuela Catalina, la que preparaba aquella tarta de manzana con hierbas, piñones y nueces. Esa noche, no encontraba palabras para agradecerle a Jonás —y sobre todo a Sarah— cómo había cambiado mi forma de interpretar el mundo. A partir de entonces, miraría con la mente abierta, alejándome de la presión occidental que nubla nuestros pensamientos. Sería como salir de
Matrix.


Contemplar el cielo nocturno, metido en un saco de plumas, no tiene precio. Llega un momento en que los ojos duelen de tanto mirar: millones de estrellas creando una retícula en el cielo, como un tamiz lleno de granos de arroz, con el negro de la noche filtrándose entre ellos, en un claroscuro tan tenebroso como fascinante.


Aún quedaban días por delante, y no paraba de sorprenderme con cada frase de mis nuevos y peculiares amigos.


No recuerdo el momento exacto, pero una de las noches siguientes ocurrió algo inexplicable. Sarah apareció en la cueva, sin más. Había preparado una cena exquisita: el agua estaba fresca, y la fruta, en su punto exacto de madurez. No supe de dónde había sacado tanta comida, ni cómo llegó antes que nosotros. Jonás me dijo, enigmático:

—Cuando estés preparado, con la mente más abierta, te lo contaré.

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