Compartiendo momentos entrañables con Jonás y Sarah, pensaba en esa vida tan loca que llevaba en Mataró, sin tiempo para meditar, para conectar con mi esencia, con el universo.

Una vez en casa, creció en mi interior una idea estrambótica: largarme a vivir cerca de ellos y olvidarme de todas esas mierdas que nos rodean, de las prisas, del mundo artificial que hemos construido para sentirnos… ¿cómodos?
Jonás se puso melancólico y prosiguió:
—Verás, hará unos seis años, Sarah y yo cumplimos el sueño de Andrea: viajar al Mustang, el reino prohibido de los Himalaya. Mi mujer, desde la adolescencia, soñó con recorrer los caminos empedrados que Michel Peissel había transitado tantas veces. Le habría encantado oír sus historias de brujas, monjes levitando, excrementos de yak para la estufa, esa mantequilla horrible, las banderolas, los cilindros de oraciones… Todo ese misticismo que impregna la cordillera más alta del mundo. Como ya te comenté, no llegó a pisar el Mustang. Murió poco después de que naciera Sarah. Por eso me prometí que, algún día, iría con nuestra hija y esparciría sus cenizas a las puertas de Lo Manthang.
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