La noche envolvía la ciudad con un manto de sombras inquietantes y el aire parecía cargado de promesas inalcanzables. El reloj de la catedral avisaba de que todos debían retirarse a casa. Todos menos nuestros protagonistas.
Roberto y Vanessa, doce años compartiendo sábanas y sueños eróticos, caminaban hacia casa de Juan y Amanda. Sus pasos resonaban en el silencio de la noche, como si la calle adivinara lo que estaba a punto de suceder.

El bar de copas donde se conocieron dos años atrás, era un lugar de encuentros casuales, donde el deseo se servía en vasos de tubo. Allí, entre risas ahogadas y confesiones clandestinas, sellaron un pacto secreto: explorar los límites del placer, sin ataduras, sin preguntas, sin vergüenzas añadidas. Aunque ya lo habían practicado muchas veces, el inicio de cada velada desprendía un aroma en el ambiente lleno de dudas y tímidas expectativas.
Mientras caminaban con las manos entrelazadas hacia el portal de sus anfitriones, la pareja apostó en privado que el primero que alcanzara diez orgasmos, sería invitado por el perdedor a una cena romántica en el restaurante de su agrado, incluyendo, además, el acto sexual en el baño de señoras, si ganaba él, o en el de caballeros si lo hacía ella. Como no podía ser de otra manera, Roberto y Vanessa sellaron la apuesta con un beso tan suave como una ligera brisa en la nuca. Aunque ella estaba acostumbrada a los besos de Roberto, se le erizó la piel de tal manera que sus pezones se pusieron duros como dos botones, marcándose a través de la blusa de algodón azul claro, que se puso para esa ocasión.
El timbre de la puerta sonó dos veces. Era una réplica casi perfecta del Big Ben de Londres, recuerdo de la estancia de Amanda en su etapa como “au pair”. Desde niña, el repicar de las campanas le ponía la piel de gallina. Abrió la puerta, asomando ligeramente su pecho izquierdo. Los recibió con una sonrisa enigmática, sosteniendo en la mano unas bolsitas que desprendían aroma a canela.
—Pasad y poneos cómodos. En punto, como siempre. Estamos ansiosos por explicaros en qué consistirá la velada de hoy. Ya sabéis que nos encantan los jueguecitos y esta noche será especial, —dijo Amanda, invitándoles a pasar al salón, recordando que esa noche celebraban dos años de revolcones consentidos.
El decorado estaba preparado con todo lujo de detalles. A Juan le encantaban los gadgets eróticos. Velas de incienso con un toque de canela, galletitas de jengibre, fresas maceradas en ron Havana Club, pétalos de flores esparcidas por encima de los cojines, creaban un escenario propicio para las artes de un amor desinhibido. Para amenizar la velada, un proyector de diapositivas en carrusel imprimía, en la pared del fondo, fotografías subidas de tono que Juan había tomado en sesiones anteriores. Era un experto modelando la luz para sacar el máximo partido a una simple instantánea.
En la mesita del centro, una botella de Moët & Chandon, enterrada en hielo, esperaba su descorche. Una noche especial requería de un elixir único. Las otras cuatro botellas permanecían en la bandeja inferior de la nevera americana que Juan le regaló a Amanda en su aniversario.
Para celebrar los dos años de sus encuentros sexuales, Amanda les propuso un juego que vio en una pequeña tienda del bulevar que, una vez al mes, instalaban en el centro histórico de la ciudad. Antes de entrar en detalles, les explicó un episodio que vivió sin querer en uno de los callejones que llevaba al centro.
«Os voy a contar una historia muy curiosa que me ocurrió hace un par de semanas…», comenzó diciendo Amanda a sus invitados. «Paseaba sin rumbo fijo. Tenía ganas de mezclarme entre la multitud. Había tenido una semana un poco agitada y perderme entre las paradas del rastro me apetecía mucho. De repente, y sin saber de dónde salió, una gitana se plantó frente a mí, me cogió la mano y me dijo cosas que nadie, ni siquiera Juan sabe. Al principio, no pude reaccionar. Gracias a mi templanza, marqué una distancia de seguridad. La miré fijamente y le pregunté cómo podía saber todas esas cosas. Me respondió que las líneas de la mano no mienten. Esa tarde, el rastro estaba lleno de japoneses. En cualquier rincón, podías encontrarte un numeroso grupo, cámara en mano, disparando a troche y moche, sin importarles quién se encontraba cerca de ellos». Amanda siguió con su explicación. «La gitana me habló también de nuestros encuentros extramatrimoniales, de las aventuras subidas de tono y de nuestras vivencias de los viernes. Me habló del bar donde nos conocimos por primera vez y todo en un momento. ¿Cómo podía saber esa mujer tantas cosas, solo con mirarme las líneas de la palma de mi mano?».
—¿No te dio miedo que te asaltara en plena calle una mujer de esa raza?, —le preguntó Vanessa preocupada, haciendo hincapié en la etnia.
—Ya sabes lo atrevida que soy. No acostumbro a tener miedo. Me gusta experimentar con los retos que me plantea la vida. Se me dispara la adrenalina cuando las personas me sorprenden sin más y enriquecen mi espíritu aventurero. Improvisar, romper con las reglas establecidas, ha sido siempre el motor de mi vida, —dijo Amanda con su habitual serenidad.
—¿Y qué dijo Juan? ¿Le contaste lo de la gitana?, —preguntó Roberto mientras se desabrochaba las Panamá Jack.
—Ya sabes que Juan está de acuerdo con casi todas mis fechorías. De hecho, estoy convencida de que él hubiese hecho lo mismo; hablar con la gitana y, de no ser porque estaba un poco estropeada físicamente, ten por seguro que la habría invitado a uno de nuestros encuentros.
—¡Qué situación tan fascinante!, —subrayó Roberto mientras Amanda se desprendía de los leggings. Esa primavera no era como las anteriores. El frío se resistía a desaparecer y Amanda no quería coger un resfriado.
Roberto, ya descalzo, le pidió a Amanda que le quitara los pantalones. Le ponía a cien que lo hicieran otras manos diferentes a las de Vanessa que, en ese momento, empezaba a besar a su amiga. Con una suavidad infinita, se desabrochaba los botones de la blusa azul. El ambiente se empezaba a caldear.
Vanessa con el sujetador al descubierto, se acomodó en la butaca. La historia de la gitana la había atribulado de tal manera que se quedó unos instantes medio embobada. Cada vez se sorprendía más con el grupo. La imaginación de los cuatro era imparable. Cuando Amanda se decidió por explicarles el juego que llevaba entre manos, Vane miró a Juan que, justo en ese instante, estaba preparando un coctel que había probado la semana anterior en el hotel: una copa de Moët, cinco gotas de menta, nuez moscada, una ramita de canela y una gota de angostura, dado su potente sabor.
El coctel estaba divino, rozando la sublimación.
—Vamos a jugar a la Oca con una pequeña variación. No sé si lo sabéis, pero el tablero original consta de sesenta y tres casillas donde ocurren cosas. En mi juego he añadido una casilla extra que os contaré enseguida. La imaginé mientras Juan y yo follábamos en la ducha. Evidentemente, empezará el juego quien saque el número más alto. Roberto, tú serás quien lea las instrucciones. Ya sabes que estamos enamorados de tu voz, —acabó diciendo Amanda.
Roberto, con ese tono desgarrado que usa para poner cachondo a cualquiera, aceptó su papel. Vanessa, emocionada, clavó sus ojos en Juan, que ya empezaba a poner en práctica aquellos susurros eróticos que despertarían a un muerto.
En este juego, como en todos los que hemos realizado desde que nos conocemos, vale todo, menos la violencia. Recordad que somos adultos y, aunque muy guarros, ante todo nos debemos respeto.
—El sexo es mental —murmuró Juan mientras deslizaba una mano por la espalda de Vanessa—. Como pasa con la cocina, en el sexo se activan las mismas zonas del cerebro.
En el particular tablero de la Oca de Amanda, aparecían las sesenta y tres casillas de toda la vida y una más grande, al final de la espiral. El dibujo improvisado que había hecho Juan por la tarde, a petición de su mujer, contenía una escena muy sugerente. Una manta de lana de merino cerca de una gran chimenea y dos amantes practicando sexo. La casilla 69. El manual de instrucciones también fue modificado por la pareja. La imaginación no tenía límites.
Los cuatro amigos, medio desnudos, tomaron posiciones. Vanessa inició el juego. Metió el dado en un cubilete improvisado y lo lanzó al aire.
—¿No habíamos quedado que empezaría el que sacara el número más alto?, —recordó Amanda mirando exclusivamente a Vane.
—Vale, no te enfades Amanda. —Dijo Vanessa quitándose los pantalones de pitillo negros.
Vanessa era una mujer muy atractiva. De hecho, los cuatro podían presumir de unos cuerpos cincelados. El dinero hace milagros. Todos tiraron uno de los dados. Vanessa lo hizo la última por haberse adelantado. Sacó un seis.
—El cinco. Me ha salido un cinco, —dijo emocionada. Sabía que Juan no tardaría ni dos segundos en hacer una rima.
—¿Roberto, puedes leernos qué pasa en la casilla cinco?, —preguntó Juan con una sonrisa picarona.
Era bastante evidente qué iba a pasar en la casilla cinco. Estaba cantado. Al haber inaugurado el juego, Vanessa podía escoger quién y con qué sería penetrada. Podía ser cualquiera, incluso ella misma. Amanda se ausentó unos minutos del salón. En su habitación, de pared a pared, una estantería de cristal de seguridad mostraba una colección impresionante de “amiguitos” que había adquirido en sus viajes por el mundo. Desde el fondo del pasillo pidió que alguien la ayudara. No tenía suficientes manos para tanto material. Vanessa, que ya estaba bastante húmeda, le pidió a su amiga que hiciese los honores. Los hombres observaron la escena mientras bebían un sorbo del exquisito coctel.
—Muy bueno. Te ha salido muy bueno, —le dijo Roberto a Juan.
Con mucha suavidad, Amanda le introdujo hasta el fondo un consolador que compró en Mozambique. El vendedor le dijo que tenía poderes mágicos. Vane no las tenía todas. Un fugaz pensamiento cruzó su mente: “mágico no sé, pero como entre todo… me lo voy a creer”. Juan, a su vez, invitaba a Roberto, a que saboreara el pezón de su mujer. Era como una fresa, rojo, dulce, duro. Vanessa dio un brinco y se dejó llevar. El grito que salió de su garganta denotaba que se había corrido sin poderlo evitar.
—Roberto, te toca, —dijo con falsa timidez Amanda, mientras tomaba un sorbo del coctel que preparó su marido y compañero de vida.
—El ocho, —dijo Roberto que solo llevaba puesto un calcetín. Un amasijo de ropa, perteneciente a sus cuatro propietarios y una copa de Moët, ya vacía, había quedado amontonada encima del piano de cola.
Juan, también emocionado, envió una señal imperceptible a Roberto, indicándole que tomara un sorbo para humedecerse la lengua.
—¿Seguro que ocho rima con algo?, —dijo desinteresadamente Roberto, esta vez mirando a su mujer.
—Roberto, a veces me sorprendes, —musitó con una risita cómplice. —¿Qué pregunta es esa? ¡Será posible!, —acabó diciendo Vane.
—Tienes razón. Perdona. Tenía la mente en otra cosa. —Concluyó Roberto en su respuesta—.
Amanda, que estaba más caliente que el mango de un cazo al fuego, se ofreció voluntaria para que la poseyera quien quisiera. En esta ocasión, Roberto, en colaboración con Vane, se pusieron cómodos y comenzaron a practicar a dúo el cunnilingus. Les excitaba sobremanera. Comerse un coño mojado y encontrarse a un centímetro de sus labios, les ponía a mil.
Acabada la prueba del ocho, Amanda recordó de repente una de las frases de la gitana. «Niña, vienen tiempos de intercambio de fluidos». Ahora, con la mente liberada, se encontraba en perfectas condiciones mentales para explorar aquellos juegos que solo había imaginado en sus sueños más oscuros.
El avance del juego prometía. El ambiente era lo más parecido a una sauna de vapor. Los cristales rezumaban calor humano y dejaban a la vista las huellas que iban imprimiendo las mujeres cuando se apoyaban en el alfeizar de la ventana del salón o en las baldosas de la cocina.
—Juan, ¿podrías dejar lo que estés haciendo? Estamos esperando. Deja de meneártela. Ya lo haremos por ti.—Dijo Amanda, con una copa de Moët en su mano izquierda y acariciando el pezón de Vane con la derecha, mientras ladeaba la cabeza hacia su marido, que venía del baño. Llevaba más de una hora aguantando el pis y ya no podía más. No quería romper el ritmo del juego, pero su vejiga le dio un ultimátum. ¡O vas a mear o te haré quedar en ridículo! Se imaginó un diálogo íntimo con su órgano y eso le produjo una risa tonta que le duró un buen rato.
—¿Sabéis qué…? He tenido un diálogo surrealista con mi vejiga, imaginando que me regañaba de lo lindo. —Les dijo Juan a sus invitados—. —Me estaba meando locamente.
El juego transcurría y las dos parejas se lo pasaban en grande. Roberto, aparte de ser el responsable de leer las instrucciones, también era el encargado de apuntar en una libreta los orgasmos de cada protagonista.
[Un pequeño receso, por lo que más quieras. Incluso mi teclado está sudado].
Hagamos un resumen de cómo está el patio. Juan está preparando su cuarto cóctel. Lleva puesta una chancleta que sustrajo de la piscina del hotel Royal. De la otra no hay noticias. Amanda, por suerte para todos, menos para ella, aún lleva puestas las bragas. Vane se quitó la ropa en la cocina y se puso el delantal de Juan para disimular un poco su cuerpo esbelto. Roberto es el único que no guarda la compostura que reclama la libido. Llevar puestas las Panamá Jack con los calcetines negros como únicas prendas, no lo hacen más deseable. Suerte de esa voz rasgada. Me excita incluso a mí.
¿Seguimos?
—¡El cuarenta y dos! —Exclamó Juan sorprendido.
Roberto, que era el encargado de leer las instrucciones del juego, dijo en un tono solemne: «el cuarenta y dos es parecido al sesenta y nueve, pero uno de los dos se quedará a medias».
—¿A medias, qué quieres decir con que se quedará a medias?, —djio Vane con la cara desencajada.
Roberto continuó leyendo: «A diferencia del sesenta y nueve, que es mutuo, el cuarenta y dos se describe como una posición de sexo oral "unidireccional" o para uno solo. Se dice que los cuerpos forman la silueta del cuatro y el dos cuando una persona practica sexo oral a otra».
Una vez aclarada la posición, Juan se calmó. Le pareció una postura interesante. Al haber lanzado el dado, tenía la oportunidad de escoger víctima, como solían llamarse entre ellos. Amanda, que lo sabía del día anterior, no se sorprendió ni un ápice cuando Juan escogió para la prueba a Roberto. Una imagen tórrida cruzó su sucia mente mientras se servía otra copa de Moët con cuatro fresas. Vane miró a Roberto, y este a Juan. Ambos estaban muy bien dotados. Por su parte, Amanda, estirada en el sofá por culpa de una rampa que le dio en el pie, los miraba lascivamente.
—Roberto, ¿prefieres quedarte de pie o estirado?, —le preguntó Juan, recreando en su mente la escena.
Prefirió quedarse de pie, plantado en medio de la sala. De esta manera, las dos mujeres podrían contemplar el juego con mayor amplitud. Antes de entrar en materia, Juan decidió, por su cuenta, iniciar un divertido ritual de apareamiento, como hace la mayoría de los animales. Entre los amigos estaba todo permitido. Todo, menos la violencia.
En todos sus años de experiencias sexuales, Roberto no había experimentado una felación con tanta pasión, tanta energía y, sobre todo, tan sensual como la que le practicó esa noche Juan. ¿Sería la canela que añadió al coctel de Moët? Sabía que esta especia tiene un punto afrodisiaco. ¿Y las fresas? No nos olvidemos del fruto rojo de la pasión. En definitiva, recordando la apuesta que se hicieron Roberto y Vane antes de entrar en casa de sus amigos, de momento, Rob iba ganando dos a uno.
—¿Podríamos hacer un pequeño receso? Tengo un poco de hambre, —dijo Vane, dirigiéndose a Amanda.
Al llegar a casa de sus amigos, se fue directamente a la cocina para guardar en la nevera el tiramisú que hizo la tarde anterior. Lo tenían reservado para el final. ¿Estaba segura de que lo guardaría para el colofón de la velada? Pues no. Nadie se esperaba la reacción de Vane cuando tomó del bol cinco fresas.
En una de sus idas y venidas del baño, Vane se imaginó una escena muy subida de tono y quería ponerla en práctica en algún momento de la noche. El receso cogió al resto por sorpresa. Vane le propuso a Amanda que se dejara llevar. Agarró las fresas, una a una, las untó con un trozo de tiramisú y se las restregó por los labios. No precisamente de la cara. Era bastante obvio. Vane, con la excusa del hambre, devoró las fresas, el tiramisú y, por qué no, el coño de su amiga. La escena, que se recreó encima de la mesa redonda de la cocina, como pasó en la película “El cartero siempre llama dos veces, con Jack Nicholson como Frank Chambers y Jessica Lange como Cora Papadakis” cogió por sorpresa a los hombres que, atónitos, contemplaban cómo las dos mujeres disfrutaban de lo lindo.
Después de la improvisada merienda de Vane, los cuatro se reincorporaron al salón. Del tablero saltaban chispas. El turno era para Amanda que, como inventora del juego y anfitriona de la casa, se reservó para la última tirada.
—¡Venga, que tienes la suerte de tu lado!, —se dijo Amanda a sí misma.
—¿Un seis y un tres? Seguro que los dados están trucados, —dijo Rob desconcertado.
El juego lo había diseñado Amanda y se podía permitir el lujo de hacer lo que le diera la gana. Sesenta y nueve. Seis de un dado y tres del otro. Y lo dijo sin pestañear.
Amanda les explicó en qué consistía esa casilla. Si conseguían reproducir la figura que llevaba imaginando desde que se encontró con la gitana, sería la mujer sexual más feliz del mundo.
Con todo lujo de detalles, les explicó la prueba: «Como habréis observado, en la casilla aparecen una serie de elementos; una alfombra de merino… —Juan, ¿podrías bajar de la buhardilla la bolsa marcada con un seis, por favor? Una chimenea y justo en la alfombra aparecen dos personas haciendo el sesenta y nueve. ¿Me seguís?». Sus explicaciones eran magistrales. Roberto y Vanessa no le quitaban ojo de encima. Unos minutos más tarde, apareció Juan con una bolsa de rafia y un seis dibujado con un rotulador permanente. «Bien. El juego consiste en recrear dos sesenta y nueve con nosotros cuatro. Ya sé que parece difícil, pero es más sencillo de lo que imagináis. ¿Veís ese agujerito que hay justo encima de vuestras cabezas? Es una cámara que instaló Juan el sábado, para grabar esta y todas las sesiones que vengan. Estaba harto de hacer fotos y perderse alguna de las posturas más creativas».
Aunque ya habían pasado la frontera de los treinta, las dos parejas estaban en plena forma física y podían permitirse posturas que se salían de los cánones cronológicos. Consiguieron reproducir la figura de dos 69. Disfrutaron como nunca lo habían hecho y se dieron por satisfechos en ese final de juego.
Después de la representación, Roberto y Amanda desaparecieron en la penumbra, dejando atrás un rastro de gemidos ahogados y gotas de sudor; las bragas de Amanda colgaban del reloj del pasillo, las Panamá Jack de Roberto aparecieron en el gancho de la puerta…
Un momento. ¿Me estás diciendo que seguía llevando puestos los calcetines de ejecutivo? En fin, a veces la confianza da asco.
Juan y Vanessa, por su parte, descubrieron que el placer más intenso no siempre requiere movimiento, sino conexión. En cada encuentro, se añadía una nueva experiencia. Esa noche, en la que celebraban dos años compartiendo experiencias, sumaron cuatro más: orgasmos cercanos a la sublimación, pornografía sensorial, secretos tórridos que se susurraban a un centímetro de sus partes más íntimas, un clímax casi místico, probablemente, como resultado de dejarse llevar sin remordimientos ni ataduras sociales y, ¿qué me dices de las fresas con tiramisú?
Esa frase que en la calle podría sonar a envidia: “qué pensará la gente de todo esto”, allí, en casa de los Gonzálvez, les importaba un bledo.
Al amanecer, cuando la luz del día empezó a filtrarse por las cortinas, los cuatro amantes acordaron encontrarse la semana siguiente y la otra. Ya no necesitaban quedar en el club swinger; habían encontrado a sus almas gemelas. Querían conocerse en profundidad, explorar cada rincón secreto, cada zona húmeda, cada deseo oculto. El encuentro sexual de todos los viernes, se hizo imprescindible. No concebían practicar sexo sin la presencia de sus amigos.
Y así, entre susurros y promesas de un nuevo encuentro, comenzó una de las mejores etapas de sus vidas, donde el misterio y el deseo se entrelazaban como las sombras de una noche que quedaba atrás.
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