Mi viaje a la antigua Hatti - primera parte

Publicado el 5 de mayo de 2025, 16:11

«Todo empezó cuando Lucas me llamó desde el Prat, con voz temblorosa y bastante nervioso. No recordaba si habían hecho el cambio de equipaje entre los aviones».

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Esta historia ha sido un cúmulo de despropósitos. De no ser por Borja —un tipo peculiar que conocí hace tres años en un retiro de singles donde juré haber visto a Elvis trabajando como auxiliar de vuelo—, nunca habría colaborado en la redacción del viaje de Lucas. Todas sus anotaciones se habrían perdido de no ser porque Borja encontró el portátil metido en la mochila que describió Lucas, con todo lujo de detalles, en el fondo de la bodega de carga del Boeing 747 rumbo a Nueva Caledonia. Por cierto, soy Jaume, y Lucas es como mi hermano.


Todo empezó cuando Lucas me llamó desde el Prat, con voz temblorosa y bastante nervioso. No recordaba si habían hecho el cambio de equipaje entre los aviones. «Pero si dijiste que era un vuelo directo», le comenté. Entonces me soltó lo del mochuelo kamikaze. «Verás, un pájaro fue absorbido por la turbina del avión. Gracias a la pericia del comandante, pudo pilotar la aeronave con un motor, pero pidió autorización al aeropuerto más cercano para realizar un aterrizaje de emergencia. Algunos pasajeros observaron que el pobre pájaro llevaba un chaleco salvavidas, pero de nada le sirvió».


Ahí entró Borja en escena. Cada tres meses lo trasladan de aeropuerto. No sé si es por eficiencia o por ineficacia. Aquellos días estaba operando en Atenas. Se encarga del control de calidad de pasajeros y equipaje. Le pedí que buscara la mochila de Lucas (con una bandera catalana atada en la cincha y una mancha de aceite, resultado del empujón que le dieron a su amigo Samuel en el metro, mientras engullía su tradicional bocadillo de anchoas). «Fácil», dijo. «La vi atrapada debajo del baúl de un grupo de músicos octogenarios que decidieron retirarse a Nouméa, porque estaban hartos de vivir en hoteles».


Lucas sería capaz de facturarse a sí mismo para no caminar hasta la puerta de embarque. Por eso no me extrañó que la mochila pudiese acabar en las antípodas. «Muchas veces los operarios confunden las siglas de los vuelos», me confesó Borja. «El mes pasado mandaron un ataúd a Disneyland con una etiqueta bastante sorprendente: “Disfruta del viaje, compañero”».


Cuando Lucas recuperó su Lenovo —que según Borja “hizo un ruidito muy extraño al agarrar la mochila”—, me pidió dos cosas desde la playa: que le ayudara a ordenar sus notas sobre Hatti, «es como una novela de ciencia-ficción, en plan La guía del autoestopista galáctico», dijo, y que le enviara a Borja una botella de Chivas 24, que él usa como combustible para su Vespa.


La de veinticuatro años no la encontré por ningún sitio, así que me aventuré a enviarle una de dieciocho años. Pensaba que no tendría importancia, pero, para mi pesar, sí la tuvo. Lucas dejó de comunicarse conmigo durante semanas, y eso me descolocó.


Pasados veinte días desde su silencio, sonó el teléfono. Era Lucas, informándome que vendría a comer a casa y, de paso, me contaría una historia tan inverosímil como apasionante. Una vez aclarado que su ausencia no tenía nada que ver con el malentendido —de hecho, no mencionó el Chivas—, nos pusimos a charlar como si hubiera pasado un día desde la última vez. Se disponía a contarme sus aventuras por Capadocia.


Llevo muchos años escuchando historias, pero la que me contó Lucas no sabría cómo catalogarla: esotérica, mística, un fake, real… Solo sé que le ocurrió a él, contado con sus propias palabras y gesticulando como de costumbre. Me dijo que me pusiera cómodo y empezó, más o menos, por el principio. Digo casi porque, de vez en cuando, cambiaba de día según le venía a la cabeza.


«Escúchame con las dos orejas porque lo que te voy a contar no tiene desperdicio» —dijo Lucas, señalándome la butaca que conseguí rescatar de mi último divorcio—.


La historia fue tan increíble que, cinco meses después de que volviera a desaparecer de su ajetreada vida, sigo sin digerir bien todo lo que contó.

—Si me prometes que lo viviste en tus propias carnes, tendré que creerte —le dije con una cara de asombro que no recuerdo haber tenido en muchos años.


Y así, sin más preámbulos, Lucas comenzó a explicarme esa experiencia casi mística que compartió con Jonás, Sarah y sus dos lobos.

—¿Dos lobos, de verdad, y en Capadocia? —asentí con cara de asombro.


El tiempo que permaneció por aquí, noté algo raro en él. Hablaba de un metal que aparece y desaparece según tu estado de ánimo y, además, pospone nuestra comida trimestral (es la tercera vez que usa la excusa “tengo que descongelar el frigorífico”).


En fin, espero que disfrutes de este relato. Yo al menos flipé en más de una ocasión ordenando sus notas, aunque algunas teclas olían a kebab y en la tapa del portátil había escrito, por decirlo de alguna manera, garabatos como «¿Quién mató a Bambi?», o «¿Por qué las luciérnagas no alumbran por delante?». Cosas de Lucas.


Todo es bastante raro, pero… ¿Empezamos?

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Comentarios

Amadeu
hace 10 días

La segunda parte, ¿para cuándo? Venga vaaa...